La glucosa es fundamental para nuestro cerebro. En ayunas, la presencia de glucosa en sangre es de 1gr por litro de sangre. Cuando disminuye por debajo de esta norma, se segrega una hormona pancreática llamada glucagón, que establece la glucosa a su nivel normal.
Sin embargo, cuando comemos un glúcido, la absorción del glúcido correspondiente se traduce en un aumento de la glucemia.
En un principio la glucemia aumentará hasta alcanzar un máximo (según la naturaleza del glúcido) llamado tope glucémico. Entonces el páncreas segrega otra hormona, la insulina, para expulsar la glucosa sobrante de la sangre almacenándola en otra parte donde podrá ser utilizada en caso de necesidad (hígado, músculos), bajando así la tasa de glucemia a niveles normales.
Los picos de insulina que segrega el páncreas para poder mantener a raya las oleadas de glucosas que llegan hasta el torrente sanguíneo, desequilibran el metabolismo, convirtiéndolo en un sistema hiperalmacenador de energía y bloqueando el uso de las grasas como combustible.
Cuando la tendencia de nuestro páncreas es segregar insulina de manera desproporcionada se produce lo que se llama hiperinsuilismo, que es a su vez consecuencia de una alimentación hiperglucemiante (alimentos con índices glucémicos altos >50).
Los científicos llevan observando durante años que en todas las formas de obesidad existían anomalías en la secreción de la insulina, también implicada en la diabetes, la hipertensión arterial y la patologia coronaria. Por lo que se consideraba que el hiperinsuilismo (al igual que la insulinoresistencia, su complicación) era más bien una consecuencia de la obesidad y no la causa como afirma Michel Montignac
Por lo tanto, si la obesidad es la consecuencia del hiperinsuilismo y el hiperinsuilismo de la alimentación hiperglucemiante, entendemos que para solucionar el problema de sobrepeso, nuestra alimentación debería estar compuesta de alimentos con índices glucémicos bajos y muy bajos.
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